Escribir o leer a mi modo.
Esperaba su turno con la paciencia de un preso condenado a cadena perpetua. Ocupaba, como de costumbre, el último puesto de la fila. De haber sabido articular su estado habría dicho que no estaba nerviosa, sin embargo, apretaba los puños dentro de los bolsillos del babi a rayas estirando el nombre que su madre había cosido con esmero sobre el pecho, allí donde estuvo antes el nombre de su hermana. Ella también tenía el mismo libro a colores que la profesora extendía sobre la mesa, lo había dejado cuidadosamente cerrado sobre su pupitre azul y blanco. Pero el familiar objeto se convertía en las manos de la señorita Quim en un amenazante soberano; el libro decidiría quién de aquellas niñas era la lista y quién la tonta. La mayoría de sus compañeras ya habían pasado al siguiente estado de sabiduría: a la madre Dalmaho. No le importaba. Ella seguía repitiendo aquellas frases familiares y saltarinas, disfrutándo sus reiterativas melodías: La eme con la a, “ma”; la eme con la a “ma”; “mamá”; la eme con la e, “me”; la eme con la i, “mi”; “mi mamá me mima”. Conocía muchos conjuntos de palabras, sabía que cada doble página del libro ajado se dedicaba a una letra diferente. Entendía lo suficiente como para identificar las letras con esos símbolos negros que acompañaban a los libros y a sus verdaderas historias. Le llegó el turno y repitió rítmicamente, mirando con interés la página que la señorita Quim señalaba, la frase que sus compañeras habían ido declamando. La señorita Quim la felicitó sin mirarla y le mandó a la madre Dalmaho. Bajó ordenada, con el dedo índice cruzando la boquita, tal y como le habían enseñado. La postura controlaba su entusiasmo que se le aglomeraba en la carita cada vez más acalaroda.
La clase de la madre Dalmaho no era como la de la señorita Quim. Allí no había ventanas, ni cuencos llenos de bolas de plastilina, ni letras de colores. Una gran mesa de madera lacada reinaba en el centro; una mesa de verdad, de las de los adultos. No entraba el sol. La mujer arrugada poseía su propia lámpara que iluminaba apenas las cabecitas de las atentísimas niñas que presenciaban el milagro de la lectura. La anciana monja ocupaba el extremo más alejado y era la única que permanecía sentada. No se alteraron ante su llegada. Siguiendo la misma estrategia que la había llevado hasta la sala prometida se colocó la última. Podría memorizar las frases que esas bocas pronunciaban lentamente y repetir con buen ritmo. Su ánimo inicial se fue nublando al recaer en dos obstáculos principales: El primero lo constituía su altura. Sólo de puntillas llegaba a alcanzar la mesa y le resultaba penoso identificar la relación entre las indicaciones de la monja y el fluir de las palabras. La segunda de las dificultades la cubrió de vergüenza. Era el babi. Ninguna de aquellas compañeras iniciadas llevaba puesto el babi, y para qué iban a llevar babi si allí no había ni pinturas, ni pizarra ni arena ni nada con lo que pudieran ensuciarse. Era, sin embargo, demasiado tarde para quitárselo. La voz de dentro le pedía que se concentrara pero aquella bochornosa prenda no podía salir de su cabeza. ¿Cómo había podido olvidarse de que el babi es sólo para el aula de la señorita Quim y el recreo?
Cuando sólo le quedaban dos niñas por delante afrontó el inminente peligro. ¿Sería el mismo libro con el que habían estado trabajando? El objeto que manejaba la madre Dalmao era considerablemente más pequeño. Su naturaleza optimista le convenció de que podía ser una versión más pequeña, igual que la mesa era más grande y seguía siendo la mesa de la profesora. Además tenía tantos libros en casa, tantas páginas con las que había jugado, que un libro pequeño no podía representar una amenaza. Llegó su turno. La monja dirigía la lectura con el dedo bajo la líneas. El índice la esperaba firmemente detrás de un punto. Justo sobre una letra grande. Silencio. No hubo explicación, sólo el dedo bajo la línea de letras. ¿Qué quería que hiciera? No había dibujos para armar ninguna historia, ni tan siquiera colores. ¿Qué quería esa señora vieja que la niña dijera? Paralizada seguía mirando el dedo arrugado y firme apretando el papel. Algunas alumnas chiscaron los labios, le pareció escuchar una risa, un murmullo, la madre Dalmaho ordenó silenció y la incitó a que leyera. Ella no dijo nada.
***
La más guapa, la más lista, la que más quería; su madre dentro de la clase con la señorita Quim y la madre Dalmaho. Ella fuera escuchaba tras la puerta con el babi puesto. Maldito babi. ¿Así que lo que ella hacía no era leer? Todas esas historias que se sucedían en su mente página tras página con los interminables libros ilustrados que su mamá le compraba, no era leer. Las historias que empezaban de la mitad hacia delante, de abajo arriba, de cinco en cinco hojas… Eso, no era leer. Los tres perritos que le hablaban diréctamente. Los tres perritos, que eran ni más ni menos que los tres hermanos, Raquel, Gonzalo y ella misma, que no tenía nombre porque era la tercera y ya su hermana llevaba el nombre de su madre. ¿Eso no era leer?
La odiosa eeñorita Quim le repetía a la mujer más bella del mundo las palabras “logopeda”, “colegio especial”, dijo algo parecido a “dixelexia” y entonces, justo cuando intentaba repetir ese nuevo vocablo que le había sido atribuído, la diosa de todos sus sueños salió elegante sonriéndola, acariciándole el pelo, diciéndole cosas hermosas sin que la bruja y la vieja pudieran verlas y se arrodilló frente a ella para desabrocharle el babi.
- Mamá, el babi hay que dejarlo en el perchero –dijo la niña.
- Hoy no, mañana lo traes –contestó la madre.
No quiso insistir, pero ella sabía que el babi se llevaba a casa los viernes, para lavarlo el fin de semana, y ese día era martes. La madre metió el babi en el bolso y con la otra mano agarró su manita y ella se sintió feliz.
- Vamos a casa –le dijo mirándole a los ojos. Entonces la niña comprendió que a pesar de la sonrisa y de los besos, algo muy malo le había pasado a su mamá ahí dentro y odió con todas sus fuerzas a la señorita Quim y a la madre Dalmaho, las odió tanto que se prometió así misma que aprendería a leer como el resto de las niñas, por orden, línea tras línea, y a pronunciar corréctamente la erre doble, y a ser más limpia, y a gritar menos, y a no pelearse tanto con su hermano… y así su mamá sería felíz, y un día cuando fuera grande y tuviera muchos caballos, volvería sin babi en una yegua parda a la escuela a decirle a la señorita Quim, que no se creyera tan lista, que la había engañado porque ella seguiría siempre leyendo a su modo.
(Publicado en la revista Cuadernos del Matemático, n. 41 - 42. Febrero 2009)
La ecolocalización es la capacidad de emitir ultrasonidos y recibir ecos permitiendo a los animales que cuentan con esta capacidad (el murciélago por ejemplo),desenvolverse en condiciones de absoluta oscuridad. Ecolocalizadores del mundo, sed bienvenidos.
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4 comentarios:
Qué tenebroso, carajo, con las monjas esas. Los relatos tribales, de transmisión oral, eso sí que era fácil. Ni dislexia, ni pollas que superar.
¡¡¡¡¡¡ENHORABUENA!!!!!! ¡¡¡¡Qué orgullo!!!!! ¡¡¡Qué gozada!!!
Parece que leer y escribir a tu modo se te da de maravilla. ¿Cuándo y dónde podremos adquirir "Fuga mundi", por favor?
¡¡¡Felicidades de nuevo!!!
Me gusta este texto de la niña y las monjas.
Yo también tengo ganas de verte, y de celebrarlo con unas cañas.
Besazo.
Gracias Elefancia, esto de las letras nos ha complicado mucho la existencia es verdad, un poco de paciencia con Fuga estará para la primavera.
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